Empecé corriendo detrás de ti. Te conocí en la universidad y una noche antes de nuestro encuentro, tenía la certeza de que algo importante iba a ocurrir. Son esas certezas que surgen aparentemente de la nada, pero que dan una esperanza irrevocable. Así fue. Sin esperarlo apareciste caminando en los pasillos. Me miraste y te miré. Nos sonreímos y te vi alejarte. Pero esta vez no quería dejar que la timidez me ganara la partida, y corrí tras de ti para alcanzarte. Por unos instantes no te encontré, hasta que te vi volver sobre tus pasos, sorprendido de encontrarme.
No hubo qué decir más. Nos reconocimos. Caminaste hacia a mí y te presentaste, me preguntaste mi nombre y platicamos un poco. Me gustaste mucho. Ahí comenzó todo. Después llegaron los mensajes, las llamadas y la primera cita. Todo era nuevo para mí. Jamás me había atrevido a hablarle a alguien que me gustaba, pero contigo pude retar mis propios límites.
Si algo me gustó de ti, fue tu sinceridad, que compensaba, en parte, tus dudas. Al final de nuestra primera cita, me confesaste que te gustaba mucho, pero que no estabas seguro de poder entablar una relación. Te sentías dividido entre lo que eras y lo que creías. Tu fe limitaba tus sueños, en lugar de impulsarlos.
Al día siguiente me llamaste, fuiste claro y conciso: querías verme y platicar. Acepté. Recuerdo que me entregaste una tarjeta y un chocolate. Me decías que estabas dispuesto a intentarlo si yo aceptaba. Acepté. Te acepté. Más de lo que tú te aceptabas a ti mismo.
Comenzamos a vernos, a encontrarnos en nuestras horas libres, a esperarnos al salir de clases, a conocer a nuestros amigos, a besarnos a escondidas, a tomarnos de la mano por debajo de la mesa, para que nadie sospechara.
Poco a poco diste pasos, querías darme un lugar, hasta que ganaste una beca para poder terminar tu carrera en Francia. Era tu sueño y lo conseguiste. No lo voy a negar, me dolió enterarme. Pero creí que lo que estábamos viviendo, sería suficiente para poder soportar la distancia.
No lo fue.
Pasamos mucho tiempo juntos antes de que te fueras. Te despedí en el aereopuerto y ante tus padres era un amigo. Me llamaste, me escribiste y tus dudas aumentaron. Había días donde jurabas volver y tener una vida juntos, y otros donde te cuestionabas tu forma de amar y el pecado de ser tú mismo. Te entendía. Pasé muchos años cuestionándome, rodeado de burlas, rezos y confesiones, hasta que descubrí que podía encontrar mi propia forma de creer sin estar en una institución que poco sabe de la inclusión y el respeto.
Terminamos en la distancia. No podía calmar tus fantasmas. Era una batalla que sólo tú podías librar. Cada quien tiene que definir su forma de creer y vivir su religión o espiritualidad, pero creo que ningún ser humano debería sentirse cuestionado en su fe, por su forma de amar y menos cuando no daña a nadie. Amor es amor.
Me dolió terminar. Me dolió no poder hablarlo. Me dolió quedarme con tus razones y no poder expresar las mías. Por eso escribo ahora, porque no me despedí. Entiendo que fue lo mejor, porque en tus dudas nos pudimos haber perdido los dos. Pero hay que aceptar lo que se pierde, para entender y tomar lo que se gana.
Me hubiera gustado que para ti, tu dios nos aceptara, que tu familia entendiera tus sentimientos que no cambiaban en nada al hijo que habían educado. Me hubiera gustado tomar tu mano sin reparos y caminar juntos por mucho más tiempo. Me hubiera encantado que tuvieras el valor de reconocerte. Pero hay heridas que no se pueden sanar si uno no las mira de frente, y a veces uno solo no puede con ellas, porque asustan demasiado, porque duelen, porque son puntos ciegos que alguien debe acompañar para poder verlos y resolverlos. Tarde o temprano es necesario emprender ese viaje interior que va más allá de la familia, los amigos o la pareja, porque no aceptarse es una injusticia y no atreverse a ser uno mismo es una condena.
Yo tuve que emprender mi propio viaje, entender mi historia, llorar lo que era necesario, descubrir y reconciliarme con los secretos, con la vergüenza, con la ansiedad, así como sentirme completamente aceptado por mi familia, que ha sido de las mejores cosas que me han ocurrido.
Sé que nuestro encuentro movió nuestras vidas y no volvimos a ser los mismos. He entendido que cada uno merece un amor a su medida y es posible conseguirlo.
Luis Miguel Tapia Bernal
Terapeuta en Constelaciones Familiares. Máster en Terapia Breve Estratégica. Autor de "Las intermitencias del amor".
Cada quien debe de luchar con sus demonios internos, en este caso el chico fue sincero pero sin la capacidad de enfrentar su realidad escudándose en planes de vida que quiera cumplir , dejando atrás uno de los más importantes y no me refiero a el de una pareja, si no al de aceptar su orientación aceptarse así mismo sin ningún temor , es más grande el miedo al rechazo que vivir plena y felizmente nuestras vidas.
Cada quien va forjando su propio infierno o cielo