La temperatura continúa bajando, un frío inusual en esta ciudad tan cálida para mi. Me remonta al pasado, a una realidad de la que recuerdo poco, aunque preferiría que fuera menos. Los abundantes árboles y plantas que albergan a la feria del libro independiente en la que me encuentro deben ser la causa de la incomoda sensación térmica.
Y aquí estamos, decenas de puestos de editoriales, comerciantes, autores y sus colaboradores. Los más experimentados con puestos grandes e incontables títulos dispuestos a seducir la mirada de los paseantes. Otros puestos más humildes con un único título que ofrecer, el primero. La puerta de entrada a un mundo mágico en el que uno hace lo que realmente quiere y no únicamente lo que paga la renta. Aquí los soñadores abundan. Para muestra un botón. El joven enfrente de nuestro puesto tiene unos cuantos libros de poesía con bellas portadas realizadas a mano. Sus libros esperan dentro del cascarón de un tocadiscos de los años sesenta. Imagino a sus padres enamorándose mientras alguna vez bailaron al ritmo de ese armatoste que en esta vida es una concha para poemas impresos. A su lado, otro muchacho arma con destreza un laberinto con cientos de mini libros. ¿Como es que “Frankenstein” de Mary Shelley cabe en un bolsillo de reloj?
Tantos virginales libros a mi alrededor, esperando a que alguien llegue a voltear sus hojas con las yemas de los dedos, a besar sus letras con las pupilas. Ese debe ser el mayor deseo de un libro, ser leído por primera vez. Ingresar en los sentimientos del lector. Y, si logra hacerlo bien, quedar registrado en su mente toda una vida. Así lo hizo “Un mundo feliz” de Aldous Huxley conmigo durante nuestra primera vez. Muchos de estos ejemplares morirán así, inmaculados, jamás leídos. Los compadezco. En esto pienso mientras mi mirada se pierde en el laberinto que forman los mini libros del puesto vecino.
Ella se acerca a nuestro puesto. Carga un inmenso y pesado bolso, parece que lo llena diariamente con sus penas antes de salir de casa. Su rostro es dividido por una línea imperceptible perpendicular a la nariz. Una joven señora alegre por debajo de la línea, extraviada por encima de ésta. Toma uno de los libros en nuestro puesto, lee el prólogo. Observa la portada, la rosa gentilmente con ilusión y temor. El ejemplar de “Las intermitencias del amor” de Luis Miguel Tapia Bernal revolotea excitado entre sus manos, claramente veo cómo el gran corazón de la portada comienza a latir. “Tal vez hoy es mi día”, piensa el azulado compendio de historias.
Es un instante sumamente romántico entre la lectora y el leído, busco volverme invisible para no perturbar el momento en que se conocen, pero aquí también hay alguien más imprudente que si los interrumpe, su hijo Santi, quien estaba con la abuela en el puesto de al lado y comienza a gritar, «¡quiero este libro! Y este otro. ¡Mamá!, cómprame estos dos libros, ¿me los puedes comprar?, ¿me los vas a comprar?, ¡los quiero mucho!, ¡los quiero ya!”
“Pero Santi, acabamos de llegar a la feria. Hay muchos puestos, hay muchos libros que ver, voltea hacia allá”, le dice la resignada mamá mientras suelta “Las intermitencias del amor” y se aleja de nosotros. El corazón del libro se pasma mientras se ve devuelto con sus impolutos hermanitos.
“¡Yo los quiero!, en éste, el niño se llama igual que yo, y ¡mira¡, este otro es amarillo”, gritó Santi y comenzó a llorar. Niño, algún día aprenderás que no obtendrás lo que quieras llorando, pienso. Alejo mi mirada y procuro no sentir el frío. Me concentro en el laberinto de los mini libros, en mi meditación en torno a los vírgenes que lo único q esperan es ser leídos. Lo logro, los alaridos de Santi se desvanecen, mis ideas vuelven a ser el sonido principal en mi cerebro.
De repente el llanto de Santi, que ya era solo un eco lejano, se detiene. Volteo a ver a la familia, ya la mamá le ha comprado los dos libros que al parecer había esperado desde que nació hace seis largos años.
Una vez apaciguada la repentina ira del jefe de aquella familia, veo cómo la abuela se acerca a nuestro puesto. Toma el mismo ejemplar que había soltado su hija, le da la vuelta y lee el prólogo. El ejemplar vuelve a respirar agitadamente. Juraría que los colores del corazón centellean. Apenas me atrevo a decir entre dientes, “son 37 historias de amor”. Lo abre. No puedo perderme tal espectáculo. Ella sonríe y me pregunta por el precio. Me lo paga al instante mientras me dice, “se lo voy a regalar a mi hija”.
— Disculpe, ¿me podría decir qué historia le interesó?
Me la muestra y sonrío en complicidad. Yo, tan introvertido como soy, me atrevo además a decirle, “tome también una tarjeta de presentación si gusta, el autor es psicoterapeuta”. Su sonrisa permanece en el rostro mientras toma la tarjeta, la introduce en el ejemplar del libro que ya es suyo, me agradece y continúa su camino.
Segundos más tarde vuelvo a escuchar la aguda voz de Santi. “¡Mira mamá¡, te compré este libro”. Volteo a verlos. La mamá está dándole un beso a Santi y otro a la abuela. Desde su brazo, el libro se despide de mi. Toman al niño de la mano y continúan su recorrido por la feria. La línea en el rostro de la mamá ha desaparecido por completo. Los cuatro parecen felices, satisfechos.
Entonces vuelvo a mi universo alterno con una nueva aventura materializándose entre mis dedos. Imagino a la mamá hoy por la noche en su cama abriendo el libro en la misma página que había seleccionado la abuela. Recuerdo el título de la historia que recién me habían mostrado, “Sacrificar los sueños por amor”. Comienzo a narrar este breve instante, un palpitar más de “Las intermitencias del amor”.
Ricardo Castañeda
Consultor intentando actuar localmente, cinéfilo, runner, fan de la bandera del orgullo.