NOTA: Es un gusto y un honor publicar estas reflexiones del gran Antonio Marquet, que escribió para la presentación de mi libro el sábado 6 de julio de 2019, en Chaarm by 42, en la Condesa, Ciudad de México. Gracias Antonio.
Luis Miguel Tapia Bernal
En esta época, para muchos hablar del amor es una pérdida de tiempo, algo insólito. Incluso es inútil, cuando no cursi, grotesco. La rapidez de la vida, la reivindicación de otras prioridades, lo han relegado. Uno sale a divertirse al bar, que son espacios atiborrados, ajenos, cuando no contrarios a la charla, al confort.
Anteayer me decían que el interés es lo que priva en las relaciones interpersonales. Incluso en la relación madre e hijo. ¿Hay amores interesados? ¿hay amores depredadores, saqueadores? ¡vaya contradicción!
Ahora parece que el amor es de clóset. O de adolescentes soñadores, ignorantes de la vida y sus vuelcos.
Sin embargo, lo esperan; se anhela, es un sueño, aunque sea denunciado como algo mujeril, irrealista, impráctico. Un estorbo. Una pérdida de tiempo. Tontería, zafiedad, debilidad, tontería. Por ello hay que hablar de él. Quizá por ello hay que encararlo y adentrarse en este original libro de Luis Miguel Tapia Bernal, Las intermitencias del amor. Este es el título de uno de los textos que ese encuentran hacia el final. Una lucha con el clóset, con la tradición.
Los enemigos del amor son muchos; en primer lugar la fe católica. Contraria a todo lo que no sea culpa, manipulación, penitencia, castigo. Y ahora se exhibe cínicamente como enemiga del género, de la mujer y fustigadora de la comunidad LGBTTTI.
¿Qué es el amor? De acuerdo con el texto, no lo dice así, pero es implícito en cada una de las experiencias que registra en Las intermitencias: es algo pasajero. Lo que tienen en común las experiencias relatadas en el libro, es un pacto roto, una mala sorpresa, un balde de agua fría, una búsqueda denodada y constante, incluso con astrólogos, con brujos, con videntes. Acaso se encuentre al ideal, pero eso es transitorio, fugaz, rodeado de tantos obstáculos que bien podemos afirmar que estamos en una era particular. La del desamor. La de la tristeza, del duelo interminable, la de la soledad, la de la decepción de uno mismo y del otro. Una era en la que el otro es cada vez más alejado, más inaccesible, más remoto, aunque esté allí al lado. En el libro, unos parten para Francia, o se quedan en su pueblo natal o se refugian en el negocio familiar, o en su madre, o son sepultados por el fracaso, por los problemas económicos.
En la era de consumo. Del narcisismo a ultranza. Del gymcomo centro de gravedad de la vida emocional y la autoestima. El amor ¿qué onda? Es ajeno a la autoestima que ocupa un lugar fundamental en la ética y en la conducta. Leer casi cualquier capítulo de Las intermitenciasdemuestra que el amor es contrario a ese cuasiafecto sin levadura, light, incoloro e insaboro que es la autoestima (si una verdaderamente se estimara a uno mismo ni lo intentaría). De hecho, cualquier acción como escribir en Faceo twitter es contrario a la autoestima, por las sesiones de injurias que se desatan.
La tensión social es tan fuerte y se resuelve en la injuria, como forma de hacer capital, es la norma. Descalificar, insultar, etiquetar, caricaturizar es una compulsión, un imperativo. El odio es omnipresente en la esfera social, laboral, vecinal, mientras el amor se hace episódico y adelgaza. El sujeto perrea casi sin darse cuenta. ¿Una perra ama? No. Sobrevive. Se defiende. Se bate. Desgarradamente.
Lo que encontramos más a menudo en la calle es al sujeto acorazado: tras el narcisismo, tras la indiferencia, parapetado en las redes sociales…
Desgraciadamente en Las intermitenciasconocemos al que sufre por la ruptura con el ser una vez amado y que ahora se ha vuelto insoportable, o por no encontrarlo. No encontramos sino a los amantes que empiezan en un camino que sabemos que no será largo a juzgar por las estadísticas que podemos hacer a través de los capítulos, donde entramos a los meandros de la queja y el duelo. El saldo de cada historia es la depresión. Aventurarse en el universo del amor es aterrizar en la depresión, la soledad, el resentimiento. Uno es fantasía y pasajero. Este es concreto y prolongado.
El saldo es devastador.
El problema también es la descomposición del tejido social que arrasa a la familia y la pareja.
Por otro lado, el enorme goce que procura la droga tampoco incluye a la familia ni la pareja.
Luna, dile que la quiero. Que solo la espero a la orilla del mar
La soledad del sujeto contemporáneo es una constante. Esta entrampado en los mil anzuelos que le tiende el consumismo. Invadido por la imaginería con la que lo han atiborrado desde niño, educado con sesiones de horas y horas de televisión. Tiene hondamente clavados estereotipos de toda clase ideales: corporales, de conducta, de relación. No los tiene interiorizados: son su estructura. Por otro lado, ha introyectado la pasividad y sumisión como forma de reacción frente a esta avalancha a la que no tiene como hacerle frente. Todo se acepta sumisamente. En este contexto, el amado, frente a ese alud de órdenes, de estereotipos no corresponde: no es el triunfador, poseedor de prestigio social y de todos los gadgets soñados y por soñar. De allí la desilusión y este impulso de buscar a ese otro que lo tiene todo… todo lo que da a este mundo vacío: sus colores, sus emblemas, es decir que está vestido de nada.
¿Dónde está el amor enriquecedor, el que permite descubrir otros horizontes?
Cada amor es diferente, cada persona lo es, cada pareja lo es. Incluso se puede afirmar que cada momento de la pareja practica una forma diferente de amor. Hay amor que es añoranza. Hay amor que se transforma en sueño. Hay amor de lejos… aunque el proverbio diga que es de pendejos.
Hay amores que dan tanto, que a lo largo de la vida resulta difícil ir alimentándose de esa herencia que dejaron. Dieron algo que nunca se terminará, que siempre estará allí en las buenas y en las malas, en las peores. Amores que nutren, que forman, que dan todo y que no podemos reconocerlos sino cuando son inaccesibles esos amantes. (Arriba dije que había amores de lejos).
Sí, si creo que el amor es cosa de adolescentes, que nace en la adolescencia y deja una estela durante toda la vida. Es en ese momento de saltar del regazo al mundo cuando es necesario un amante. Un amante que cumpla con los requisitos de ese participio presente: es decir con esa acción de amar, en el aquí y en el ahora. Y sea amante en todo momento. Que sea amante, a pleno título. Es entonces cuando el salto es inmenso. Cuando se entra en la vida con vigor, con fuerza y con un impulso que difícilmente se acabará.
El amor de la madurez es otro. También necesita de un fuerte impulso, de un salto, muy importante porque es preciso iniciar otro recorrido, el mayor, el más amplio, el que dejará mayor cauda. Es el amor entre amantes maduros. ¿Existe? ¿Existen?
También creo que hay amor después de todo. Después de un amor adolescente y de un amor de madurez.
Personalmente, y no creo ser una excepción, en el amor yo busco un absoluto. Lo he dicho: intenso, único, por encima de todo. No se rían. Por supuesto no lo tengo. Ni lo voy a encontrar. Pero puedo afirmar que lo he tenido dos veces en la vida. Por eso tengo pruebas de que existe.
El amor es un acto creador. No llega ni se va. No se desvanece ni se evapora. El amor es el acto creativo por excelencia porque da vida al sujeto que lo prohíja. Porque da vida al otro. Porque da vida a la pareja. Porque da vida a una unión.
Desde joven estaba convencido de que había que inventar otros parámetros, otras formas de vida, otros horizontes, otra manera de palpitar. Fuera de lo que conocíamos. La segunda mitad del siglo pasado fue de creación. Creación a la sombra de la represión, creación a la sombra del desastre. Nos creamos una narrativa, una dinámica y nos conocimos, nos reconocimos. Difícilmente habrá otras circunstancias similares a las que vivimos. Porque no hay un enemigo con un perfil tan definido, tan acorazado, tan arrogante, tan feroz. Y una determinación como la nuestra parricida, determinado a la iconoclasia con su figura y con todos los objetos del padre: estado, religión, y sus instrumentos de punición, represión…
Basta comparar a Diaz Ordaz con Fox o con Calderón. Estos son caricaturas, son fantoches.
Basta comparar al que fue llamado “cáncer rosa”, con el… ¿con que mal actual se puede comparar?
El siglo pasado la gente salió de manera vigorosa a la escena social. Saltamos con humor a la escena de las narrativas del drama y el melodrama. Ya no se pudo repetir más esos dramones tan inverosímiles, como aburridos e intrascendentes. ¿Quién cree ahora que este es un mundo de lágrimas? ¿Quién cree que esta sociedad es católica cuando es evidente que no se respeta ninguno de los mandamientos de la supuesta ley de dios: no matarás, no fornicarás, no robarás? A menos de que se entienda ser católico con un decálogo que diga coge, para eso tienes tanto motel; mata y roba, para eso tienes la garantía absoluta de la impunidad. Esta sociedad es cualquier cosa menos católica o cristiana.
Ahora la escena social se ha convertido en plaza comercial. En la plaza comercial hay todo. La gente sale con bolsas repletas que quizá nunca se abran. O sale con las manos vacías, anhelando lo incomparable. O compra lo que nunca utilizará, por no saber, o porque son tantas las posibilidades que no alcanzará siquiera a probarlas una sola vez en su vida. Y vendrá el nuevo modelo y otro más sin haber conocido el primero. Unos y otros salen con insatisfacción. Con tristeza. Con el vacío.
El amor es como esa caja que no se abre. Solo que el amor no se encuentra en ningún centro comercial, en ninguna tienda, ni puesto ambulante. Pero atención: Uno lo encuentra en una esquina de Hamburgo en la Zona Rosa, con un chichifo que estudia Letras hispánicas, sin duda uno de los mejores relatos de Las intermitencias del amor.
En el libro se dice que “hay que aceptar lo que se pierde, para entender y tomar lo que se gana.” (31) se afirma de una relación particular: sin embargo, yo lo pienso en otro contexto más amplio: nosotros en tanto que habitantes de nuestra época, ¿qué hemos perdido?
No sabría definirlo con exactitud, pero tengo la convicción de que en la época de los güiners somos perdedores. (Los guiners no son sino exhibicionismo charlatán).
En la(s) pérdida(s) hay algo que se pierde, más allá de la persona, más allá de algo contabilizable, nominable. Es mucho. Entre otras cosas, la seguridad personal.
¿Que se gana con cada una de las separaciones? No estar sino en el punto de arranque, pero con menos energía, con menos optimismo, confianza, fantasía (que también participa en la construcción del amor).
¿Como se mira la vida después de cada separación? Con la certidumbre de que no hay quien se le parezca a los anteriores. Que la vida en si es un problema y que la vida en pareja es otro problema. En soledad, uno es dueño y señor de las soluciones; con pareja es tan solo a medias (si se mira con escepticismo); o uno + uno (si se mira con realismo amoroso). ¿Hay realismo amoroso? Sí, en el que se confía when in love.
A mí me ha provocado una serie de cuestionamientos Las intermitencias del amor. Y ese es el objetivo del libro, por encima de las conclusiones a las que llega. O de las historias que examina este libro que a veces parece un diario íntimo, un diario amoroso.
En “El pecado de ser tu mismo”, la iglesia aparece como una parte fundamental de la separación de los amantes gays. El capítulo está mal titulado. No hay pecado, no se puede colocar uno dentro de los parámetros de algo que no es completamente ajeno. No se puede ser puto y católico, de la misma manera que no se puede ser mujer y católica. Esto es una descolocación. Esto significaría subir y colocarse gustosamente en el patíbulo. De entrada, es la condena. De entrada, es la descalificación.
Una persona dividida entre la fe y lo que quiere, es una persona disminuida, y a fin de cuentas es una persona perdida. Está hincada, se entrega al deliquio del masoquismo. Gozará masoquistamente. Los deliquios de la culpa. Ha erotizado la culpa.
En otro capítulo, duele tanto no saber algo tan importante como el nombre de la enfermedad que finalmente condujo al amado a la muerte. Da escalofrío la crueldad e inflexibilidad de la familia, si es que la hubo para evitar el encuentro con la pareja. A fin de cuentas, muere aislado, sin que una persona tan importante como la pareja pueda estar presente.
En diversas ocasiones aparece la madre como rival. La familia como rival. El desamor paterno y el apego a la madre. Los negocios con la madre. Es una vida familiar a todo lo que da… En esta rivalidad tan enconada en la que el amante es el ser extraño, el que es irruptor, el que nunca será aceptado. El amante aparece entonces como un alien. Como el rival del que hay que preservar a la familia. Se quiere llevar a uno de los miembros…
Mejor que termine. Eso no puede ser una relación autónoma e independiente.
En otro relato, su historia comienza en el desamor, continúa con él. No hay más que soledad y desamor. La medicina que ella practica es hacia el otro, al mismo tiempo que hacia ella misma. ¿Cómo salir de un horizonte de desamor? Se puede nacer sin amor, ser educado como flor regada con el odio, con resentimiento. Ella representa el obstáculo y la falla para la madre. Vive, crece, con el desamor. Nadie se lo mostró; nadie se lo manifestó. Y sin embargo el amor llegó. Se necesita de un cirujano, preciso, que logre abrir y extirpar ese desamor que lleva injertado en el alma.
En Las intermitencias del amorhay amores, en lugar de amor. Relaciones en lugar de relación. Tantas rupturas como relaciones ha habido.
El sujeto del libro se construye como un ser que va sumando derrotas; rutas equivocadas. Un sujeto que camina sin hacer camino. Sin hoja de ruta. Sin coordenadas. Debilitado por los desencuentros, debilitado por sus equivocaciones.
A manera de conclusión
Amo los cactus, pacientes. Nada parece ayudarlos, nada parece ser favorable a ellos, a su fortaleza, a su empeño. Sin embargo, están llenos de vida, de sabia. De ellos se saca ungüento para cicatrizar.
Están provistos de espinas. Nadie se acerca a ellos. Crecen lentamente, imperceptiblemente; crecen derechos. Aman la rectitud y el cielo. Transforman cada gota de agua en sabia. El entorno es seco, extremoso, ardiente y helado, agreste, contrario a la vida. Almacenan y se hacen fuertes, se hacen altos, se convierten en protagonistas del paisaje. Nadie llega a sus alturas. Ni luce el verde permanente, Nadie osa acercarse. A nadie se le ocurriría arrancarlos porque pagaría caro su atrevimiento. Ellos permanecen invictos, concentrados en sí, llenos de vida, hondamente arraigados.
¿Que aman los cactus?
A juzgar por su apariencia, la rectitud, la soledad, el cielo azul.
Luis Miguel Tapia Bernal
Terapeuta en Constelaciones Familiares. Máster en Terapia Breve Estratégica. Autor de "Las intermitencias del amor".