En su corazón tenía guardado el recuerdo de su padre. Su madre le había prohibido mencionarlo, diciéndole que las había abandonado y no merecía ni sus lágrimas ni sus recuerdos. Elena, aprendió a no tocar el tema. Silenció su dolor. Lo único que tenía eran fragmentos de una historia que no sabía cómo acomodar. Su padre y su madre discutiendo. Su padre empacando sus cosas. Su madre gritando. Su padre saliendo por la puerta. Su madre golpeando la puerta. Silencio.
Su vida siempre estuvo marcada por esa herida que no podía mencionar. Aprendió a vivir con ella. Le dolía a cada instante, le dolía en la confianza, le dolía siempre, pero evitaba verlo. Como hija, no recordaba ningún fallo. Su padre era cariñoso, le contaba historias cada noche antes de dormir. No faltaba nada en la casa y hasta donde supo, jamás dejaron de recibir dinero de él.
Siempre se sintió sola. Tenía pocos amigos que hizo durante la universidad y algunos compañeros del trabajo. Daba la impresión de estar en otro lugar. Nadie sabía que estaba dando vueltas en el pasado, como todos los que tienen preguntas o no han resuelto algo, repitiendo una y otra vez lo que no se puede dejar atrás.
Su miedo constante era perder. Su intento para que no ocurriera, era dar desmedidamente. Temía perder y daba. Amaba y daba. Daba sin medida, quedándose incluso en deuda consigo misma. Esperando que alguna vez se rompiera el ciclo de abandono. Pero no ocurría. Tarde o temprano volvía a estar sola, llena de preguntas, que la distraían de su interrogante más grande: Rogelio, su padre.
Elena se creó mundos con respuestas, conspiró teorías y cansada de no llegar a nada concreto, decidió hurgar en el pasado, tratando de reconstruir su historia y su origen. Una tarde, fue a casa de su madre, sabía que no estaría. Temblando, se atrevió a revisar los secretos que se guardan en los lugares obscuros y bajo llave. No podía más. Ya le costaba respirar. Estaba cansada de la espiral de abandono, de vivir con el corazón roto y sintiendo que algo le faltaba.
El silencio sepulcral de la casa de su madre se perturbó desde que la puerta se abrió. Su corazón latía de prisa. Dio pasos firmes, lentos. Aun sabiendo que su madre no estaba, se sentía vigilada. Recorrió con una mirada el primer piso. Subió las escaleras. Llegó al cuarto de su madre. Impecable, como siempre. Miró el sol entrando por la ventana. Sintió la desdicha. Las casas hablan y cada habitación tiene su propia historia. Sabía que encontraría la verdad.
Comenzó su búsqueda. Cada cajón que movió parecía la caída de una lápida. Al fondo del tercero, encontró una pequeña caja roja. La sacó temblando. Las manos le sudaban. En cuanto levantó la tapa de la caja, se encontró con cartas sin abrir, fotos borrosas y cheques sin cobrar. Su padre la había buscado por años, pero su madre evitó cualquier contacto. Abrió carta por carta. Recordó la letra de su padre. Las lágrimas brotaban de sus ojos sin poderlas controlar. Carta a carta fue armando el rompecabezas con las piezas que le faltaban.
Su padre amaba a otro hombre. Se casó con su madre obligado por el abuelo, que esperaba cambiar lo incambiable. Su madre, no cuestionó la decisión, se enamoró en cuanto lo vio. Además ansiaba salirse de su casa y ser independiente. Rogelio siempre fue cortés y evasivo. Se veía triste y ausente. Trató por años de llevar una vida común, la que todos esperaban. Cuando nació Elena, se sintió feliz, pensaba que su vida tenía un nuevo sentido y se dedicó en cuerpo y alma a ella. Siempre le contó historias sobre el amor y la libertad. La que él no tuvo por años.
Con el tiempo conoció a Renato. Un italiano que trabajaba con él. Los dos eran arquitectos, construían casas, edificios y sueños. Se enamoraron profundamente. En silencio, en secreto. Con él se sentía vivo. Pero Renato debía partir, tenía un nuevo trabajo en Francia. Le pidió a Rogelio que se fuera, pero él dijo que no. Temía dejar a su pequeña Elena y decidió quedarse. El día de su despedida, estaban en la oficina. Era de noche, afuera llovía. Ninguno de los dos contenía el llanto. Renato no podía quedarse a ser el amante eterno y vivir en secreto. Rogelio no podía abandonar a su hija. Se abrazaron y se besaron, esperando que el sabor de sus labios les alcanzara para toda una vida. De pronto la puerta se abrió y su esposa estaba ahí. El mundo se rompió. Ella lo echó de la casa. Él quiso quedarse. Ella amenazó con decirlo a todos. Él tuvo miedo y vergüenza. Se fue.
Su madre, con el corazón roto, le dijo que las había abandonado. La venganza fue el silencio esperando el olvido. Pero nada, ni nadie puede romper los lazos de sangre. Somos los que somos y venimos de donde venimos. No podemos cambiarlo. La vida jamás será un error. Elena agarró las cartas, salió de la casa de su madre, dejando la caja vacía sobre la cama. No la juzgaba, tenía sus razones. Se subió a su carro y por primera vez en muchos años, tenía claro a dónde ir. Todas las cartas tenían la misma dirección.
Al llegar no sabía qué decir. Estuvo sentada en el carro una eternidad. El dolor que por años había sentido se le aferraba a la garganta. Juntó fuerzas y caminó a la entrada del edificio. Subió al quinto piso. Llegó a la recepción y dijo que venía a ver a su padre. La secretaria, una señora entrada en años, que después sabría que era la confidente de su padre, la miró sorprendida. Le indicó que la oficina estaba al fondo. Caminó por el pasillo y las preguntas se disolvieron con cada paso que daba. Su padre estaba trabajando en unos planos. Al escuchar los pasos alzó la vista a la puerta y su hija estaba ahí. Las palabras sobraban. Su padre dio un paso y ella corrió a abrazarlo. Elena quería a su padre. No le importaba nada más.
Si se vuelve al pasado, únicamente hay que hacerlo para arreglar lo que aún nos puede atar, o para sacar fuerzas para el futuro.
Luis Miguel Tapia Bernal
Terapeuta en Constelaciones Familiares. Máster en Terapia Breve Estratégica. Autor de "Las intermitencias del amor".
Una historia de miles, definitivamente cuando únicamente escuchamos una versión tenemos algo pendiente en el pasado.
Sin duda alguna, los secretos del pasado levantan murallas invisibles, que no nos permiten avanzar, nos atan y tenemos «enemigos » Hasta que urgamos en el pasado y lo confrontados y nos liberamos.