Gracias a los hombres que han tenido el valor de trabajar sus historias y me han permitido acompañar su proceso
Me dediqué a vivir para ella. Pero no lo pude ver hasta que la soledad pesó demasiado y sentí que la vida se fue muy rápido. Es como si siempre hubiera vivido a destiempo, con un ritmo extraño entre la juventud y la adultez.
Mi madre fue mi mundo desde muy pequeño, cuando mi papá decidió irse y ella sola se hizo cargo de mí. Era muy joven y estaba tan triste que temía perderla. Con el tiempo se fue recuperando y conoció al que sería el padre de mi hermana. Un hombre tan duro e hiriente, que no entendía porqué estábamos ahí. Varias veces llegó a golpearla y yo me sentía tan impotente por no poder defenderla que llegué a sentirme culpable. Ella decía que lo amaba y le dolía sentir que se había equivocado otra vez. Recuerdo estar muy enojado en ese tiempo, incluso con ella.
Pasaron algunos años para que por fin decidiera separarse. Cuando lo hizo, regresamos a vivir con la abuela. Esa mujer fuerte que se creó sola, sin ayuda de los hombres, como ella misma decía. Yo me sentí seguro y me fui convirtiendo en el hijo modelo. Evitaba cualquier distracción. Me dedicaba a la escuela, a cuidar a mi hermana, a tener listo todo en casa y a estar alerta. Cuando pude, comencé a trabajar y estudiar. No era necesario, pero no quería ser una carga. Sentía que los hombres habían hecho mucho daño y no quería ser igual. Así que me inventé un personaje perfecto, para no abandonar, ni lastimar a mi madre.
Terminé la universidad y conseguí un gran trabajo. Todo iba bien. Me gustaba tener una rutina, para no pensar, para no temer, para evitar cosas inesperadas. Mi disciplina era enorme. Me volví exigente y cerrado, correcto y perfeccionista. Temía salirme del guion.
Intentos de pareja tuve pocos. Era especialista encontrar defectos. Al principio tardaba meses en detectarlos, pero con el tiempo no llegábamos ni a dos citas cuando me alejaba. Cualquier razón era suficiente, su forma de hablar, la forma en que masticaba, su sonrisa, su profesión, alguna mueca, algún acento. Cualquier cosa era un defecto tan grande que hacía imposible seguir.
Cuando mi hermana terminó la universidad, se casó. Al poco tiempo mi madre encontró una nueva pareja. Volví a temer que le hicieran daño. De inmediato se encendieron las alarmas y la necesidad de protegerla. Todos los días pasaba a verla y aunque parecía estar bien, dudaba.
Reconozco que me dolió sentirme sin lugar, porque ya no sabía cómo proceder. A veces vivimos un amor ciego, intentando ayudar, compensar o dar lo que creemos que se necesita, aunque nos cueste demasiado. Esto es tan inconsciente, tan oculto, que se vuelve casi imposible transformarlo porque no podemos verlo solos.
Yo no ocupaba el lugar de un hijo. Mi lugar no estaba claro. Desde ahí la vida era pesada. A más carga, más control. A más control, más miedo. Y terminaba desgastado y confundido, tanto, que ya no sabía por dónde empezar.
Poco a poco los amigos que tenía se alejaron. Cada uno comenzó a hacer su vida y teníamos poco de qué hablar. Otros decían que era demasiado duro o cerrado. Ignoraban que mi mayor temor era enojarme, porque sentía que salía una bestia incontrolable que podía lastimar a otros, y mejor optaba por la soledad.
Siempre había aparentado más edad de la que tengo, porque era todo un señor de casa desde que salía de la adolescencia. Me dediqué a vivir por los demás, a cumplir los sueños de mi madre, sus expectativas y sus ideales. No quería ser un hombre más que la decepcionara.
Llegó un punto en mi vida donde todo parecía claro. Tenía el trabajo ideal, el dinero suficiente para vivir bien, tenía mi casa, mi carro y viajaba cuando quería. Pero yo no sabía quién era en realidad.
Había evitado sentir cualquier dolor. Toda mi vida había negado cualquier posible situación con mi padre, sin ver que era una gran herida abierta que descuidé. Traté de ignorar el miedo que sentí cuando el padre de mi hermana golpeaba a mi mamá. No encontraba otras formas de ser hombre, ni sabía cómo compartir mi vida. Estaba lleno de secretos y recuerdos que no sabía ordenar. Me repetía que podía solo. Hasta que me enamoré.
Los caminos se cruzaron sin más. Una mirada y una sonrisa fueron suficientes para cuestionar mi mundo. Llegaron las citas y las ganas de seguir. No encontraba defectos suficientes para irme. Mi armadura se empezó a quebrar. Llegaron los planes, las promesas, los acuerdos. Su impaciencia. Mi miedo. Su exigencia. Mi enojo. Su decepción. Mis pretextos. Se comienza a cansar. Me paralizo. Me dice adiós. La armadura se cae. Las heridas salen. No puedo más. Busco ayuda. Me siento incómodo. Sigo. Me doy cuenta que mi madre puede sola, que me necesita menos de lo que creo. Por fin puedo dejar el personaje del hijo perfecto y poco a poco empiezo a caminar y construir la vida a mi medida.
Luis Miguel Tapia Bernal
Terapeuta en Constelaciones Familiares. Máster en Terapia Breve Estratégica. Autor de "Las intermitencias del amor".
encantador como cada semana, y me llevas a preguntarme una vez mas, por que me encnatan este tipo de hombres jaja, son como un iman para mi, los hijos perfectos.