Los padres de Ezequiel migraron al país del norte. Cruzaron el río de noche, sumergidos en el miedo y huyendo de la miseria. Llevaban apenas unos meses de casados cuando decidieron que su país no les daría más. “De sueños no se come”, decía su padre. Por ello emprendieron el camino sin retorno, para conseguir una vida digna.
Por varios días caminaron sin descanso, cruzaron el desierto y atravesaron carreteras solitarias. Llegaron de madrugada a su destino. Casi los sorprende el amanecer, cuando vieron las luces aún encendidas de la ciudad que pronto comenzaría a despertar. Jamás habían estado en una, por ello el cansancio no impidió su sorpresa ante la inmensidad. Comenzaron a llorar en silencio. Lo habían logrado. Estaban del otro lado. Ahí se tomaron de la mano y juraron que ese sería su hogar.
Pronto comenzaron a trabajar haciendo dobles turnos. Recibiendo sueldos miserables ante la ley, pero una fortuna para ellos que jamás habían visto tanto dinero junto. Muchos países se sustentan en esos migrantes que están dispuestos a vender su trabajo por cantidades mínimas, con tal de vivir, de comer, de mandar dinero y recuerdos a sus familias.
A toda costa buscaron adaptarse. Por las noches llegaban exhaustos. Extrañaban su tierra, el olor del polvo, los sonidos de los gallos y los grillos, los abrazos de los padres. Se consolaban con las caricias torpes y secaban las lágrimas con besos y promesas. Se tenían el uno al otro y eso bastaba. Se amaron más de lo que podían imaginar.
De ese amor nació Ezequiel. El primero de dos hermanos solitarios y el hijo perfecto que desde pequeño aprendió que no debía dar problemas y ayudar en todo lo que pudiera. Conocía de sobra los sacrificios de su familia y sabía que no podía fallar. Creció dividido entre dos mundos, el de la tradición y la modernidad. Aprendió el idioma de sus padres para hablarles con el corazón y el idioma del país que era su patria.
Cuando llegó a la adolescencia todo se movió. Conoció a Ernesto, en la escuela. Por más que intentaba, no podía dejar de mirarlo. Su sonrisa lo hacía temblar y su voz erizaba su piel. Ante todos eran los mejores amigos. Pasaban tardes enteras juntos, estudiando, haciendo tareas y soñando con volar aviones o recorrer el mundo. En la inocencia del primer amor, no se dio cuenta que el sueño era imposible.
El amor que creía normal, pronto se volvería una sombra. Una tarde en el cine, estando muy juntos, sintiendo su corazón latir y teniendo la respiración entrecortada, Ezequiel acercó su rostro y posó brevemente sus labios sobre los de Ernesto. Fue tan breve como un parpadeo, pero lo suficiente para que Ernesto lo golpeara en la cara y comenzara a gritar. En segundos le rompió la nariz y el corazón. Lo dejó solo, en medio de la vergüenza y la sala vacía, con una película de amor sin final feliz.
Caminó por las calles ante la mirada sorprendida de los extraños. Llevaba la camisa manchada de sangre y los ojos nublados de tristeza. Apresuró el paso. El color de su piel lo hacía blanco fácil para ser señalado. Un migrante con esa pinta, no era buen augurio. Cuando entró a su casa. Sus padres corrieron hacia él. No podía hablar. Al primer abrazo por fin pudo llorar.
Entre sollozos les contó de Ernesto. La decepción en los ojos de sus padres, se le quedó marcada como el metal caliente sobre la piel. En la modernidad de su patria un amor entre iguales era símbolo de libertad. En la tradición de sus padres era un defecto.
Ezequiel continuó su vida. Se juró no volver a amar. La culpa le cruzaba la existencia. El amor a sus padres era más grande que el amor propio. En el país de la libertad decidió su propia prisión. Vivía encuentros fugaces que le calmaban la ansiedad del cuerpo y le remarcaban la soledad en el alma. Los años pasaron y se fue marchitando el hombre que alguna vez fue atractivo. Y al final, se quedó solo, con sus recuerdos.
Luis Miguel Tapia Bernal
Terapeuta en Constelaciones Familiares. Máster en Terapia Breve Estratégica. Autor de "Las intermitencias del amor".