En la vida siempre hay opciones. Empecemos por dos: quejarte o transformarte. Eres libre de elegir. Tarde o temprano tendrás que hacerlo. Esa es la libertad que tenemos, la que asusta, la que nos hace movernos o quedarnos, la que a veces se termina por ceder a otros y en su lugar queda la queja.
La queja es una reacción necesaria ante lo que duele o desagrada. Es útil para comenzar el camino de la reconstrucción. Pero quedarse en ella más tiempo del necesario, se convierte en una prisión de la que es difícil salir, porque se está a un paso de la victimización. En esta prisión la soledad puede ganar fácilmente terreno. Lo que anhelamos puede perder sentido o volverse inalcanzable. La vida se hace lenta y estéril. La esperanza suele convertirse sólo en un eco.
Pero hay quienes deciden quedarse y aguantar, esperando recompensas futuras, manteniendo promesas caducas, temiendo los cambios. Así se comienzan a crear ciclos que desgastan y que se pueden mantener por años, o por toda una vida. Llegando a puntos extremos donde incluso se aferra a lo que se ha vuelto tóxico y se termina por obligar a la vida y las circunstancias a que decidan por nosotros, haciendo que la queja crezca aún más.
Cuando la queja se extiende y se convierte en un modelo de vida, comienza la amargura. Nada llena, nada satisface, todo se queda corto. Terminando por ahuyentar y confundir a las personas cercanas, porque no hay nada más para compartir, llegando incluso a lastimar a otros, como un animal herido que para protegerse, muestra una violencia descomunal, para que no lo dañen más.
Sin saber cómo curarse, el ser humano busca la forma de ocultar la herida y continuar. Pareciera que funciona y que casi lo logra. Pero hay heridas que no pueden curarse por sí mismas. Acostumbrados a que el tiempo lo cure todo, se termina por empeorar la situación. El tiempo no cura nada, nosotros lo creamos.
Así se comienza a huir de uno mismo. Nos escondemos de lo que sentimos, de lo que pensamos, y creamos personajes que se ensayan una y otra vez, hasta que parecen naturales y casi logran convencer. Pero debajo están las heridas y resurgen en cualquier momento, con una mirada, con una palabra, con un adiós, con aquello que se asemeja a lo que las provocó. Pero se prefiere sólo mirar la superficie. Trabajando por años sólo lo que se puede ver. Sin llegar al fondo de la herida, para sanarla y solucionarla por fin.
En ese proceso se culpa a otros, se llena de frustración, de angustia, de rabia. No se sabe manejar las emociones, ni se piensa con claridad, porque todo comienza a medirse y controlarse. Se evita el temor, haciéndolo más grande. Se pide ayuda que no soluciona pero reafirma la imposibilidad de hacerlo solo. Se explota con quien no lo merece. Se resta vida, dinero, salud.
Cada uno es el resultado de sus decisiones, de lo que ha hecho para permanecer en los problemas o encontrar soluciones. Construimos nuestro destino, paso a paso, sin poder cambiar el pasado, olvidando que podemos aprender a mirarlo de otra manera para por fin dejarlo atrás.
Siempre está de nuestro lado la capacidad de transformar todo aquello que produce dolor o incomodidad, que cuando realmente se sienten y se realizan las acciones necesarias, pueden generar los cambios que se esperan.
El ser humano puede construir o destruir. Somos los arquitectos de nuestros destinos. Somos capaces de decidir, crear y transformar. Transformar lo que fuimos, transformar lo que somos, transformar lo que está por venir. Transformar la forma de pensar, sentir y actuar. Transformar la forma de amar y de mirar la vida. Transformar los personajes que limitan, que ya no están a la medida. Transformar las heridas en cicatrices. Transformar el pasado en impulso. Dejar de vivir a la deriva. Tomar las riendas de nosotros mismos, para dejar la queja atrás y comenzar a ser, lo que realmente queremos y merecemos ser.
¿Cuánto tiempo más vas a quejarte? ¿Cuándo comienzas a transformarte?
Trabaja en ti, sana, soluciona.
Luis Miguel Tapia Bernal
Terapeuta en Constelaciones Familiares. Máster en Terapia Breve Estratégica. Autor de "Las intermitencias del amor".